martes, 29 de agosto de 2017

La Visita del Diablo

Al Rey Darío 

El río había comenzado a cantarle a la luna. Le cantaba en un tenor melancólico, le cantaba su añoranza: su sueño de abandonar el cauce que lo amarraba a la tierra, para llover hacia arriba y por fin verterse en un cauce sobre ella, sobre la superficie blanca de esa luna que, majestuosa en su silencio, respondía al canto por medio de resplandores intermitentes; los cuales iluminaban y atenuaban las siluetas de las hojas de palma, de las piedras y de la superficie del río. La luz estallaba, revelaba los secretos, y desaparecía para darle espacio a la noche, para que el río tuviera la necesidad de seguir cantando.   
Era en esas noches blancas en las que el río golpeaba como a una marimba a las piedras para extender su canto. En esas noches, los que caminábamos sobre la tierra debíamos refugiarnos y ocultarnos para dar privacidad al ritualProhibido era violar la anonímia de aquella escena nocturna. Cuando alguien se atrevía a hacerlo, cuando alguién desobedecía las normas naturales, y se aventuraba con la intención de descubrir el secreto; el río tornaba su canto en un estruendo furioso y, en busca del culpable, arrasaba con todo lo que estuviera a su paso. El rumor de agua se llenaba, se engrosaba, se fortalecía, y la corriente se elevaba con vehemencia, haciendo temblar los simientos de las casas erguidas cerca de su cause. De esa manera el río ofrendaba la vida del trasgresor, o de algunos de los congéneres de aquel, a la musa de su canto, para disculparse. 






Era la hora de meterse bajo las cobijas.  
La oscuridad se había apoderado del valle y el río había comenzado a cantarle a la luna. El río había comenzado a cantarle a la luna y fue interrumpido. Nadie supo qué pasos sobre la tierra detuvieron su canto, nadie supo qué pasos sobre la tierra hicieron que la melodía se tornara en rugido y que los fuertes brazos de agua comenzaran a elevarse para encontrar al responsable, para encontrarnosEl río rugíaEra en noches como esa en las que la vieja me abrazaba fuerte. Me abrazaba fuerte y comenzaba a susurrarme el Ave María. La vieja rezaba, rezaba para luchar contra el miedo que le causaba pensar en los cimientos, en esos cimientos de guadua —tan frágiles— que sostenían nuestra pequeña casa de madera. A la vieja la embargaba el temor de que las pobres columnas, al ser sacudidas por ese furibundo discurrir de aguaperdieran su equilibrioEstaba oscuro, pero entre las rendijas del entablillado se filtraba la luz blanca de la noche. Nuestra casa se mecía de un lado a otro. El techo, con cada vaivén, descubría una esquina pequeña de cielo. Las tablas de madera se inclinaban, chirreaban, como si las estuvieran hiriendo, cual si pudieran sentir la ira de ese río que golpeaba la casa como con ganas de mandarnos hasta el mismísimo infierno. Sin embargo, las pobres columnas de guadua se erguían vigorosamenteenfrentándose a las manos fuertes de ese río violento, sin prestar atención a que, ante él, no pudiera comparárselas más que con tres infantiles palillos de dientes. El Cauca nos tenía a toda su merced y esa noche golpeaba especialmente fuerteLa vieja, horrorizada, comenzó a gritar sus oraciones y a apretarme las costillas con esa mano sudorosa que yo rehuía entre sueños. 

La casa era una pequeña caja de madera, tenía techo de paja, mejor dicho, un techo pajizo remendado con trozos de tejas de barro, o de cemento, las cuales habíamos ido encontrando entre los escombros del pueblo. No tenía divisiones, todo lo arrumábamos en esa única habitación: el viejo colchón postrado sobre 6 adobes y algunas tablas que hacían de base; sobre él, dos pequeñas sábanas: una para la vieja y otra para mí; al lado de la cama estaba un baúl en el que guardábamos ropa y chécheres; al frente, en una de las esquinas dejábamos los hilos de mimbre con los que hacíamos las canastas y, en la otra, una ponchera pa' los trastos y la ropa sucia. Afuera hacíamos las necesidades, bajo el platanal; lavábamos la ropa en el río y ahí mismito nos bañábamos; afuera también estaba el fogón, compuesto por un par de ladrillos que custodiaban un montón de carbón y leña arrumados. Nuestra pequeña caja de madera se soportaba del lado del camino sobre el barranco, y del lado del río por medio de los tres cimientos de guadua. Uno entraba pues, por la puerta que daba al camino y, justo al frente, mirando hacia el río, había un ventanal 
 grande. La vieja, por las noches, lo tapaba  con bolsas de plástico negro, a la puerta no, porque ya le había fabricado una especie de persiana con hojas de palma. 

Después de que se apagaba la candela, era mejor no levantarse de la cama; así uno tuviera insomnio o el mal que fuera, porque por la noche se metían las ladillas. Esos malditos bichos colonizaban el suelo y ¡ay del que pusiera un pie sobre ellos!— decía la vieja; según ella las ladillas solo se espantaban con la claridad del amanecer o con la luz de uno de esos bombillos eléctricos. Pero nosotros no teníamos de esas cosas, sólo el alcalde y el cura del pueblo se alumbraban con la electricidad, a nosotros nos tocaba a lo macho: viendo de día y viéndonoslas con la oscuridad de noche. Y la vieja sí que sabía de la amargura de esas horas oscuras. Yo estaba pequeño para recordarlo, pero cuando Cruz Elena venía de visita, mi mamá contaba la historia de la noche en la que llegaron unos hombres por mi viejo, dizque a llevárselo a dar una vuelta, y que ¿quién se enfrentaba pues a esas metralletas? Para saber que papá no volvía, porque esa vuelta que dijeron que iban a dar, era una de esas que no terminan sino en el cielo. 

La vieja lloraba cuando contaba esa historia, lloraba con una de esas sonrisas puesta en la cara, una de esas sonrisas que la gente aprende a mantener para mostrarse fuerte. Cruz nunca supo de las lágrimas ahogadas que provocaba cuando visitaba el Cauca. Pero yo, que me sentaba en un rincón a jugar con los maderos, podía ver cómo mi vieja lloraba con los dientes pelados. Yo me sentaba ahí, cerquita de ellas, a jugar y a ver cómo se iban poniendo contentas con la chicha de piña que mamá enterraba al frente de la casa; varias veces quise probar un sorbo, pero la vieja no me dejaba ni arrimarme, dizque porque la chicha era para matar las vergüenzas y que un niño guapo como yo de nada debía avergonzarse. Ella no sabía que yo me daba cuenta de cuando salía, en las madrugadas, a encontrarse con Carlos en el cañaveral, y seguro no tenía idea de cómo eso hacía que yo me avergonzara con el pobre viejo. 


El río rugía tan estruendosamente que del susto empecé, junto con la vieja, a gritarle oraciones al cielo. Entonces me dio por mirar el suelo y, ahí estaba, que la casa se estaba inundando. El río se había crecido como nunca y mi vieja seguía gritando, ahora el padrenuestro; mojándome los brazos y la camisa con sus manos, temblando de miedo. Yo miraba cómo el agua se filtraba por las grietas del suelo, seguramente matando todas las malditas ladillas a las que tanto habíamos temido. La vieja dejó de moverse, estaba como atolondrada dando alaridos a la Virgen María y a todos los santos que recordaba; yo miraba con asombro el suelo cristalizado, sobre el que una luz anaranjada, proveniente de la ventana grande, se reflejó. La bolsa que tapaba el hueco comenzó a desprenderse y parecía como si la superficie del río estuviera toda hecha candela, porque por la ventana penetraban lucecillas rojas y anaranjadas. Entonces la vieja se quedó callada, se calló porque se dio cuenta de que el río estaba prendido.  

Estábamos abrazados, bañados en un sudor tremendo. Entonces aparté a la vieja de mi cuerpo, me levanté un poco para buscar la procedencia de esas luces que se estaban reflejando sobre la superficie inundada de nuestra casa, y me quedé mirando la bolsa negra que se estaba desprendiendo, tras ella, un resplandor naranjado hizo que el rostro se me encendiera. No sé si era la furia de las llamas, del viento o del río la que perturbaba a la bolsa, no sé qué elemento estaba haciendo que se desprendiera. En las esquinas comenzó a verse, ya no sólo el resplandor sino la llama viva, cada vez se abrían más, una a una, dejando entrar un humor caliente que hirvió la casa. 

Ahora estaba yo como atolondrado, quieto, sentado junto a mi vieja yerta, viendo cómo el cobertor de la ventana comenzaba a dejarnos desprotegidos, cómo las llamas y el agua del río empezaban a invadir nuestra habitación al tiempo. No podía moverme. El viento, las llamas o el agua rugían tras la bolsa que estaba a punto de ceder. Se cayó entonces, las llamas flotando sobre la superficie elevada se apoderaron del recuadro de la ventana y entre ellas una figura negra, borrosa, comenzó a navegar, desde el otro extremo del río, hacia nosotros. El corazón se me infló, me impidió seguir respirando, la sombra se acercó a la ventana entre esas llamas imposibles, ¡ay! Que toma forma la cabeza de un toro negro de cachos filudos asomada por la ventana, las llamas se entraron e inundaron la casa mientras el toro negro me miraba con esos ojos rojos, gimiendo y echando humo blanco por las narices. Luego de mirarme largamente, yo pasmado, el toro soltó un berrido estruendoso y con una bocanada de fuego me quemó los ojos. 

...


La luz del día comenzó a entrarme entre los párpados, brinqué de la cama para verme en el espejo los ojos quemados, pero me  completico, tal y como me había acostadoal igual que la casa. Volví a la cama a despertar a la vieja; pero la vieja estaba tiesita y pálida, con la mano congelada en la frente como para empezar a darse la bendición. Ya no respiraba, no importaba cuántos golpes le diera, no me hacía caso. 

Cándida 

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