jueves, 31 de agosto de 2017

El Perdón y la Plusvalía

Por estos tiempos, suele uno preguntarse el por qué de la dificultad para el perdón. La modernidad nos ha vendido —con tal éxito— la idea de la importancia del individuo que, como consecuencia inevitable, hemos perdido la capacidad de pensarnos como comunidad. Nos sobrecoge la idea del valor inmenso que tenemos, que tienen nuestros sueños, nuestras emociones y nuestros pensamientos. Pero nos cuesta infinitamente pensar en que nos es necesario el sacrificio de esas ideas individuales para mantener el bien común, una unión sólida y confiable en la que cada uno esté dispuesto a darse por el otro y, por ende, ningún integrante se vea vulnerado como consecuencia del privilegio de algún otro. Esto es lo que pasa en un país esencialmente moderno, la sobrevaloración de la individualidad nos ha llevado al despotismo frente al otro y no hay nada bueno que pueda resultar de esa dinámica de comportamiento. Es por esto que siempre hay excusas para los errores que se cometen, que se privilegian los fines y se valida cualquier tipo de medios, es por esto que los recursos sufren el fenómeno del embudo en su viaje del centro a las periferias gubernamentales y, es por esto, finalmente, por lo que no podemos tener una vida social satisfactoria.




Una vida sana, en comunidad, requiere, necesariamente, que se nos eduque para el sacrificio por el otro. No me refiero a que se deba sufrir por el bien común, sino a que, como seres humanos, debemos sacrificar nuestra lista interminable de deseos individuales ante la lista de deseos que satisfarían las necesidades de la vida en comunidad. Si se piensa, satisfacer la necesidad de transporte comunitaria es mucho más económico y simple que satisfacer el deseo individual de adquisición de vehículos tan cultivado por el pensamiento neo-liberal. No hace falta ser un economista consagrado para hacer la relación de los costos de cada vehículo particular y la que tendría un súper sistema futurista de transporte integrado, tampoco hace falta un ingenio demasiado brillante para hacerse a la idea de la cantidad de empleos que podrían generarse si nos sacrificáramos por un transporte comunitario ideal, en lugar de estar cada uno conduciendo su propio vehículo. Así, podríamos pensar en la satisfacción de las necesidades, a través de la construcción comunitaria, en un sentido mucho más funcional y amigable no solo con el medio ambiental, sino con el medio comunitario, del cual no podemos, ni podremos desprendernos jamás.

El perdón funciona exactamente igual, la imposibilidad de otorgarlo nace, necesariamente, de sentirme más importante que el otro. Bajo ese presupuesto, no hay forma de que mi ego pueda ceder lugar para un relacionamiento con alguien que me haya causado dolor, ya que la plusvalía de ese otro no dejará que se equipare nunca su intención de reparación o su solicitud de excusas con el dolor que me pudo haber causado; nunca podré perdonar a alguien que, siéndome inferior, me maltrató de alguna manera y que solamente tiene para ofrecer unas disculpas o una conversación, ninguno de esos ofrecimientos me será lo suficientemente valioso, ya que, siendo ese otro inferior a mí, ni su conversación, ni su excusa, ni su intención podrán subsanar el posible daño que, siendo yo mucho más importante que aquel otro, supera con creces la dimensión de aquellos.

Solo un mundo regido por la fuerza física o por el poder déspota puede sustentarse ante la plusvalía del otro, de lo otro. Así como la única manera de vivir con justicia es dejando de lado mi sobrevaloración del yo para ceder ante lo que debe ser, en un mundo de bienestar, lo más importante: el valor de la comunidad. Muchas de los recelos que se tienen con el actual acuerdo de paz nacen, precisamente, de la plusvalía del otro y de lo otro. Las personas del común manifiestan, repetitivamente, o que no pueden perdonar a quienes les han herido o que temen que un tipo de acuerdo de estas dimensiones vaya en detrimento de sus bienes privados y de la forma de vida que han venido llevando.

Cuando uno aleja más el punto de enfoque, se revela claramente que, en un país como el nuestro, el proceso de paz y de cambio en las dinámicas violentas es imprescindible para sustentar otros cambios también muy necesarios: como el de la transformación de la educación o del sistema de salud. Podemos pensar el país como un niño enfermo que tiene su mente y corazón en estados disfuncionales, pero al que, además, las personas que lo rodean, en vez de prestarle apoyo y atención para su mejoría, lo están golpeando constantemente. Así, Colombia tiene una lista de enfermedades que parece interminable, pero son estas, enfermedades que no se pueden tratar sino hasta que las defensas de ese cuerpo enfermo, de esa patria enferma, puedan dedicar toda su atención a esa mejoría. Efectivamente no podrá sanar sus enfermedades internas un cuerpo que tiene un dolor físico constante, que se repite, y cuyas consecuencias debe permanecer sanando. De la misma manera, Colombia no podrá atacar sus problemas de educación o de salud sin antes sanar los problemas de violencia y, por supuesto, los de corrupción; ya que es innegable que ambos problemas desangran económica y moralmente —nuestros sistemas de defensa— al país.

Para comprender esto a cabalidad, las gentes deben deshacerse de aquel lente que evidencia lo austero como lo menos importante y a sí mismo como lo que lo es más, y deben adoptar una intención de comunidad en la que se busque no el beneficio personal sino el de todo el pueblo colombiano, que es, sin duda, dejar —por lo menos— de recibir los constantes ataque de la violencia de las fuerzas armadas. Si se quiere llevar a buen fin este primer paso, lo que debe hacerse es apelar a la capacidad de perdón que solo nace en quien se siente capaz de abandonar los valores de su ego y de entregarse por el bien del otro y de los otros.

La pregunta final sería ¿Cómo enseñar a quien camina sobre piso homogéneo y seguro que el verdadero camino está en el desequilibrado puente de creer en el otro y de ser por y con el otro? La comodidad y la estabilidad de mi prominencia frente a lo demás es tan amplia que cuesta desprenderse de ellas hasta en las situaciones más insignificantes. Llegar, por lo menos, a un: no soy, sino que somos, es el cambio más revolucionario que podría tener lugar en un país como el nuestro ¿habrá posibilidad de llevar esto al entendimiento común? y aún más ¿estaremos capacitados para demostrar que Hobbes estaba equivocado y que Rousseau estaba siendo muy drástico, que sí hay posibilidad de que la misma conciencia natural nos lleve a decidir no sólo por un bien personal sino por el colectivo. Es indudable que una drástica revolución tendrá que darse para que obtengamos una respuesta sea en favor de Hobbes, de Rousseau o de la capacidad humana para llevar su inteligencia en favor de un bien social que sea realmente duradero, es decir, de actuar de la mejor manera de acuerdo a cada contexto.

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