martes, 14 de noviembre de 2017

Cine en Guatapé: Susto de Muerte

El domingo pasado tuve el placer de vivir el 10° Festival de Cine de Guatapé: en busca de las mariposas amarillas y lo cierto es que ha sido una de las experiencias cinematográgicas más mágico-realistas que he tenido el placer de experimentar. Por lo general, quienes visitamos el municipio de Guatapé desde las ciudades que conforman el valle de aburrá, nos limitamos al paseo turístico obligado, lo que es lo mismo que decir que no conocemos sino la fachada publicitaria que se construyen las localidades, algo así como el maquillaje de los pueblos. Esto es, para Guatapé, el malecón que da miras a la represa, los puestesillos de los artesanos y quizá el parque principal. Si la belleza va por dentro, si lo que importa es el interior, como promulgan los discursillos que rondan nuestras generaciones ¿dónde está el Guatapé de dentro?

El plan surgió como todos los que prometen, de la nada ¿Vamos? ¡Vamos! Simple. Y arrancamos pasado el medio día desde el altiplano del oriente antioqueño con dirección al Peñol; el sol estaba brillante, el ambiente cálido y los ánimos de las gentes simplemente prometedores. Conducimos pasando por Rionegro, Marinilla, El Peñol y, finalmente, por Guatapé. En medio de la carretera, una parada para descubrir un riachuelo cercano a una casa anacrónica, y para tomar un poco de aguapanela con queso siete cueros, delicia importada desde villavicencio. El Peñol es un pueblo triste, recordamos, un pueblo cuya diáspora lo ha dejado inevitablemente marcado, extraño, fuera de sí en su propio emplazamiento.




Luego, la represa verde-azulada y la gigantesca piedra con sus victoriosas G-U marcadas, en uno de sus costados, con pintura blanca. Cuando comenzamos la entrada al municipio, las coloridas casas dejáronse ver como un presagio de bienaventuranza, detuvimos el carro en medio de una marejada de automóviles dejados justo frente a un puentesillo que desembocaba en medio de la plaza principal, la de siempre, la fachada. Pero esta vez no nos correspondía limitarnos a la visita turística, el festival propuso un recorrido completo por los secretos de la municipalidad: una caminata hasta la cancha sintética para asistir a un foro sobre el cine, un paseo sobre las calles empedradas adornadas con faroles de hierro, zócalos con relieves surreales y con las coloridas fachadas de las casas.

Terminamos escuchando eminencias de la industria en la particularísima plaza del zócalo, cuya disposición arquitectónica es casi tan difícil de comprender como la de la Fontana de Trevi, en Roma. Allí, más pasajes empedrados, faroles con arabezcos, fachadas coloridas, zócalos imposibles y una hermosa escultura plateada de un pez gordo cubierto con brillantes escamas, que parecía saltar desde el borde de las gradas hacia la pequeña planicie de la plaza. La cúpula de la iglesia se asomaba, entre las techumbres de los pequeños edificios, como para saludar la plaza  y, sobre ella, el cielo estallado de azul comenzó a disminuír su luminosidad, para dar paso a las coloraciones nocturnas.

Lo más increíble fue, después de una típica comida de puesto callejero, dirijirnos a las navegatas, el momento de la noche en el que sarparíamos en uno de los nueve barcos dispuestos para disfrutar de una romántica proyección en medio de la represa. Filmes hubo para elegir: colombianos, españoles y demás. Nosotros estuvimos entre ´La Mujer del Animal´ que sería proyectada en el barco El Tricolor, iluminado con una luz verde como para conjugar con la cruenta historia de la que iba a ser anfitrión y, como segunda opción, teníamos: ´Eso que Llaman Amor´, del mismo director de los ´Colores de la Montaña´, proyectada en el barco El Rumbero. Tornamos nuestras intenciones hacia la segunda, por ser más acorde con el romántico paseo nocturnoa. La experiencia fue encantadora, la película rodaba mientras el barco franqueaba las aguas calmas y se alejaba de las luces del atracadero acercándose, con sigilo, a las neblinas que comenzaban a apoderarse de las aguas más profundas. Dos contrastes de realidades muy nuestras, las de la película que contaban historias de amor y de soledad, y las de la represa que contaban historias místicas ininteligibles.

El día fue una encantadora combinación de excelencias climáticas, encantos arquitectónicos y experiencias estéticas que dejó en mí la sensación de vivir en un lugar increiblemente maravilloso, lleno de sorpresas; por un momento tuve la idea de que esta tierra me abría sus puertas de la experiencia, de que los caminos eran míos y, así, los secretos de las municipalidades, la sensación de que el maravilloso suelo que pisaba me pertenecía, de que esta era una tierra feliz.

Pero toda la calidez de esa experiencia se vió interrumpida por el chirrido de las llantas de mi carro que aceleraba abruptamente al mismo tiempo que un hombre, con la cara cubierta, me apuntaba con un arma. Ya habíamos llegado a San Antonio, dejaba a mi amigo en su casa, tuve que retroceder para salir del barrio a la calle pincipal que se dirige hacia Rionegro. Tardé un poco retrocediendo, eran las dos de la madrugada, me sentía algo cansada, giré mi cabeza para comenzar la marcha hacia adelante, miré hacia la derecha, había dos hombres en una esquina, uno de ellos estaba vestido de negro, no puedo recordarlo bien, el otro llevaba una chaqueta verde, tenía la capucha adherida a la cabeza, gafas oscuras, comenzó a acercarce hacia mí al mismo tiempo que dirigía sus manos hacia la cintura de su pantalón, un bulto sobresalía entre pantalón y chaqueta; comencé la marcha, presentí la intención del hombre, empecé a acelerar, el hombre empezó a correr, tuve esa cálida y fugaz sensación de la adrenalina recorriéndome el cuerpo, el hombre corría hacia mí, pisé el acelerador a fondo, el hombre sacó algo de su pantalón, apuntó, sonaron las llantas restregándose contra el asfalto mientras me alejaba de ese hombre, que estaba casi a punto de alcanzarme, y que viendo lo que yo hacía elevó el arma y me apuntó; lo sobrepasé, agache mi cabeza y esperé el estallido del disparo, iba a más de 70, con la cabeza agachada, sin poder ver hacia adelante... Segundos eternos. Nada... Me levanté con temor, mis manos temblaban, atravesé el cruce de la calle principal casi sin fijarme en lo que hacía, tenía la respiración acelerada, no podía entender bien lo que había sucedido; parecía como si esa calidez de la tarde se hubiese mezclado con el amargo de la sensación de violencia de los gestos de ese hombre, con el temor de las posibiidades siniestras que se me hubieran presentado de no haber podido escapar. 

El calor de la noche perfecta sobre la represa iluminada por el filme y la amenaza bestial de aquel que me robo la tranquilidad se mezclaron en una irreconocible sensación, entonces solo supe decirme a mí misma, preguntarle al mundo, al tiempo, a lo que fuera que estuviera fuera de mí y que me hiciera sentirme tan elevada y a la vez tan hundida ¿cómo es posible? Y luego fue para mi inevitable dejar de decir: Colombia.

Cándida.

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